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sábado, 27 de noviembre de 2010

Luna de lobo

CUADERNO DE POEMAS

Me llamo Denís y algunas noches paseo por Montmartre buscando una chica...




SUDARIO DE VIENTO


Me llamo Denís. Te estoy buscando a ti.

Te estoy buscando para abrazarte en una mortaja
de sábanas blancas. Me llamo
Denís. Mi nombre no dice nada.
Es una secuela de un árbol talado.
Y tengo barro en las venas,
nieve en los ojos,
la boca llena de nubes de tormenta.

Denís y estuve a punto de morir.
Decapitado. Hubiera sido un muñeco
sin cabeza. De boca en boca.
Perdido entre la niebla,
Y ahora te busco a ti.
Te busco para sobrevivir.
Abriéndote los poros,
llenándote la lengua
de incienso, como en las iglesias
oscuras. Me llamo Denís
y la sed me ciega.

Si algun día te encuentro
te regalaré mi nombre,
cerraré los ojos,
me arrancaré las venas de barro
y envolveré mis restos
en un sudario de viento,
para que no me pese.

Pero te ruego que conserves mis cenizas.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Cometas


CUARTO CRECIENTE

Diario de León. Martes 23 de noviembre de 2010


El Principito aprovechó una migración de pájaros silvestres para dejar el asteroide B-612, donde arrancaba brotes de baobas, desollinaba volcanes y hablaba con una flor caprichosa.

Los pájaros le llevaron a otros planetas y así conoció a un rey sin súbditos, vestido de púrpura y armiño, que le hizo embajador. A un vanidoso, que le tomó por un admirador. A un hombre de negocios, que creía que las estrellas eran suyas y se pasaba la vida contándolas. A un farolero, que encendía y apagaba un farol sin descanso, porque en su asteroide, el día y la noche duraban un minuto. Y a un anciano que escribía libros de Geografía sin moverse de su despacho y que le aconsejó visitar la Tierra.

La Tierra no era un planeta cualquiera. Allí vivían un puñado de reyes y un montón de geógrafos, eran multitud los vanidosos y los hombres de negocios, incontables los borrachos, aunque la electricidad estaba haciendo desaparecer a los faroleros, que no tenían nada que encender. "El Principito", sin embargo, fue a caer en un desierto donde dio con un piloto que escribía novelas y que escuchó su historia mientras reparaba su avión, varado en las dunas. Después, regresó a su asteroide porque echaba de menos a su flor caprichosa, dejó su cuerpo como una corteza abandonada y no hizo ruido al caer.

Ha pasado mucho tiempo de aquello. El piloto cayó al mar durante un vuelo de reconocimiento, años después, y nunca se volvió a saber de él. La Tierra sigue poblada de reyes, borrachos y vanidosos. Y
El principito ha vuelto a aparecer. Lo han visto en la provincia de Badghis, en el antiguo reino de Afganistán, y los hombres que le han invocado son soldados. Esos soldados de los que hablo tienen armas, chalecos antibala, tienen munición y si no les queda más remedio, disparan. Son españoles, y estoy hablando de ellos porque reparten libros; una traducción al dialecto darí de la novela universal, tan cargada de metáforas, que escribió Antoine de Saint Exupery.

Y no se han quedado ahí. Junto al coleccionista que ha financiado la edición, Fuencisla Gonzalo, han creado la Fundación Cometa para abrir escuelas en Badghis y luchar con otras armas contra el fanatismo de los talibanes. Alguien debería bajar al fondo de mar, donde estará varado entre corales, para que Antoine de Saint-Exupéry lo sepa.

 


KIPLING, HOUSTON Y EL HOMBRE QUE PUDO REINAR

El país de Kafiristán es un lugar que no existe. Lo creó el escritor Rudyard Kipling para narrar las aventuras de dos sargentos ingleses, los truhanes Danny Dravot y Peachy Carnehan, que quisieron convertirse en reyes de una tierra lejana y exótica de la que ningún hombre blanco había logrado regresar con vida, excepto Alejandro Magno.

 

El Kafiristán de Kipling lo llevó al cine John Houston en una estupenda película titulada El hombre que pudo reinar, como el relato original, con Sean Connery y Michael Caine interpretando a los dos protagonistas y robándose planos. ( YouTube - El hombre que pudo reinar - la parte contratante ). Mi fascinación por Afganistán, que es un lugar que sí existe y que está en guerra de verdad, y la evocación de Alejandro Magno que aparece en El agujero de Helmand, la novela sobre un grupo de marines que me publicará Ediciones Menoscuarto en abril, seguramente nazca de esta historia.

Hace unos días leí en El País ('El Principito' contra el talibán · ELPAÍS.com) otra historia fascinante. La protagonista se llama Fuencisla Gonzalo y es una coleccionista de libros que ha financiado la edicición de El Principito en dialecto darí y su reparto entre escuelas, bibliotecas, mujeres y niños de Afganistán con ayuda de las tropas españolas enviadas bajo mandato internacional.  Soldados repartiendo libros. Creo que no hace falta que siga explicando por qué escribí esta columna... 

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Tarta de mierda

CUARTO CRECIENTE

Diario de León. Martes 16 de noviembre de 2010


Vengo del juzgado. Tengo las manos manchadas de bolígrafo. Y he escuchado mucha mierda, con perdón de la palabra.

Estoy sentado delante del ordenador. He acabado de escribir una crónica de dos páginas sobre el penúltimo capítulo de la guerra del hormigón. Tengo un cuaderno lleno de notas. Ocho horas de juicio en la cabeza. Y estoy cansado. Muy cansado. Cansado de escuchar mierda, con perdón otra vez, no de hacer mi trabajo. Cansado, muy cansado, de haber vivido durante 14 años en un clima de impunidad.

Recuerdo muy bien el primer sabotaje que sufrió Sindo Castro en su planta de Las Ventas de Albares, allá por el mes de abril de 1996. Yo llevaba un mes trabajando en este periódico, tenía 22 años y todavía no había terminado la carrera. Recuerdo la incredulidad que me produjo que después de aquello hubiera otro ataque. Y otro. Y otro más. Otro camión que arde. Otra explosión en una tolva. Neumáticos rajados. Y como colofón, un cóctel molotov arrojado a la vivienda del empresario maragato en Astorga, que tenía una carpintería con garrafas de disolvente almacenadas en la planta baja.

Han pasado 14 años y vuelvo a escribir de lo mismo, pero con más profundidad. Escucho a un testigo protegido declarar tras un biombo. Lo que dice abre la puerta de un submundo donde se come mucha mierda, y perdónenme otra vez. No sé lo que me pasa hoy con esa palabra, que me viene constantemente a la cabeza. Mierda.

Han pasado 14 años. No creo que a Sindo Castro se le haya pasado muy rápido todo este tiempo. Los acusados han sufrido un proceso que se ha dilatado, claro. Pero no nos olvidemos de quien es la víctima.

Catorce años. El principal acusado, no diré su nombre, -para qué si pueden leerlo en la página 16- ya tiene 81 años, un marcapasos en el pecho, y una serie de dolencias crónicas que le mantienen ingresado en un centro médico de Tenerife. El juez cree que difícilmente saldrá de allí recuperado.

Oigo a Sindo Castro decir que le querían matar como a un perro. Afirma que de no ser por la intervención de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, que se hizo cargo de la investigación después del episodio del cóctel molotov, podría estar muerto. Y todo por el negocio del hormigón. Por la tarta de la autovía, dice, tan golosa.

Y se me revuelve el estómago.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El libro de Ovalle

La Enciclopedia Álvarez

CUARTO CRECIENTE

Diario de León. Martes 9 de noviembre de 2010


Es difícil escribir sobre la vida de un hombre que no quiere hablar de su vida, sino de sus libros. Salvo que uno entienda que su vida son sus libros.

Detrás de Antonio Ovalle, el hombre que ha cedido su colección de facsímiles medievales al Ayuntamiento de Ponferrada para que los exhiba en el Castillo de los Templarios, hay algo más que códices miniados. Hay un padre minero en la cuenca de Fabero, una madre y cuatro hermanos. Hay un niño jovial que leía El Señor de Bembibre en la escuela de San Juan de la Mata y que al crecer, se pasó al Quijote. Un adolescente curioso que jugaba al baloncesto con los salesianos en Cambados. Hay un proyecto de seminarista abandonado. Tres años de docencia en un colegio religioso. Y un estudiante universitario, maravillado por un manuscrito medieval al alcance de cualquiera.

Antonio Ovalle también tiene un poco del músico que quiso haber sido. Y no ha renunciado a escribir una tesis sobre la Filosofía del Derecho para sumergirse en el origen de las leyes.

Antonio es un soñador. A mí me lo ha parecido. Buena parte del dinero que ha ganado con su sueldo de directivo empresarial lo ha dedicado a comprar libros que todavía está pagando a plazos y que ha cedido al Ayuntamiento sin pedir nada para él. «No quería tenerlos de canto», afirmaba este verano durante la presentación de la exposición Templum Libri, que reúne «las páginas más bellas del conocimiento», según se dice en los folletos.

Los editores le han perseguido. Alguno incluso le ha engañado. En su casa no sabían que hacer con tanto libro. Les parecía algo descabellado. «¿Quieren que los pongamos debajo de las camas?», cuenta que les gritaba su hermana Lina a los intermediarios de las editoriales cuando le llamaban por teléfono para venderle el último breviario.

A Antonio Ovalle, la crisis también le está afectando, aunque no quiera hablar de ello. Y sin embargo, se ha empeñado en seguir comprando libros. Persigue un sueño improbable. O no. Está convencido de que podría reunir en la Biblioteca Templaria del castillo todos los facsímiles de códices miniados que estén en el mercado. Es su Biblioteca Imposible, más grande que la que imaginó el editor de Módena Franco Cósimo Panini. Y si lo consigue, habrá escrito una de las páginas más bellas del mundo. Con su propia letra.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

El guardacabras

El tejo de San Cristóbal de Valdueza
CUARTO CRECIENTE

Diario de León. Martes 2 de noviembre de 2010.

Cuenta Juan Bonilla en El Cultural que Miguel Hernández se presentó en Madrid, vestido de gabán, como los señoritos, un buen día del año 1931. Venía recomendado por la hija de un ministro y el director de La Gaceta Literaria , Giménez Caballero, le preguntó por su oficio. «Guardador de cabras», le respondió.

Aquel viaje no le sirvió al pastor poeta de Orihuela para quedarse en la capital, a pesar de los esfuerzos de su protectora, Concha de Albornoz y Segovia, y del propio Giménez Caballero, que después de leer sus versos le dio dinero y publicó un anuncio en su revista pidiendo «un enchufe para este campesino», sin morderse la lengua. «¿No tenéis ovejas que guardar? Gobierno de intelectuales. ¿No tenéis alguno que esté como una cabra para que este muchacho lo pastoree?», preguntó.

Si Miguel Hernández hubiera nacido en el Bierzo hace cien años, seguramente se habría resguardado de la lluvia bajo un tejo en más de una ocasión. El árbol sagrado de los celtas también era el favorito de los pastores porque su copa tupida les protegía mejor del agua. Y así debió suceder con el tejo de San Cristóbal de Valdueza cuando todavía había cabras por el monte y su fotogenia junto a la espadaña de una ermita no le había hecho tan famoso como para llamar la atención de expertos que se pelean por cuidarlo y de políticos como Óscar López  , que esta primavera buscó su sombra milenaria, vestido con vaqueros y chaqueta marrón, para presentar su política forestal y hacerse una foto de campaña. Aquel día llovió, claro, y Óscar López tuvo que hacer como los pastores y aguardar a que escampara bajo el árbol mientras los periodistas, apiñados como un rebaño, tratábamos de cubrir el acontecimiento bajo los paraguas.

Desde aquel día lluvioso tengo la sensación de que el viejo tejo de San Cristóbal, que ya ha cumplido 1.246 años y debe estar muy resabiado, aguarda bajo los astros a que alguien acuda a liberarle de la política y de los tratamientos fitosanitarios. Y no se me ocurre mejor liberación que unos versos de Miguel Hernández como los que recitó este verano un espontáneo en el festival poético del Hayedo de Busmayor. O aún mejor, ese cuento inédito que el poeta les escribió a sus hijos desde la cárcel y que tituló Un hogar en el árbol. Todo lo demás es ir a perderse en las estrellas de los cielos.