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miércoles, 27 de julio de 2011

Sombras

Polonia, 1941, Hitler acude a su entrevista con el almirante Miklós Horthy
(Foto de FRANZ KRIEGER)

CUARTO CRECIENTE
Diario de León. Martes 26 de julio de 2011

Hay historias que no debieran permanecer inéditas tanto tiempo. En 1941, el fotógrafo austriaco Franz Krieger tomó nueve fotografías de Hitler en una estación ferroviaria de Polonia mientras se entrevistaba con su aliado húngaro, el almirante Miklós Horthy. Las nueve imágenes del dictador alemán -“nacido austriaco- acaban de ser descubiertas en el álbum de un coleccionista privado y muestran al Führer y a sus acólitos vistiendo pantalones de montar, botas altas y lustrosas, gorras de plato y guerreras, desprendiendo un aire marcial en cada gesto. Son los mismos pantalones, las mismas botas negras, los mismos uniformes de la entrevista entre Hitler y Franco en Hendaya. Casi me atrevo a decir que el mismo tren, los mismos vagones. Sin duda, los mismos monstruos.


Hitler y Franco en la estación de Hendaya. 23 de octubre de 1940.

Se han cumplido 75 años de la rebelión militar que condujo a este país, con el auxilio de Hitler y de Mussolini, a una guerra civil sangrienta. Tres cuartos de siglo de sucesos de los que aún tenemos una visión limitada porque sigue habiendo gente interesada en pasar de puntillas por aquellos años terribles. Y el mejor ejemplo lo tenemos muy cerca, en Ponferrada, donde no hay ni una sola línea sobre aquellos días, ni sobre la represión posterior que salpicó de muertos el pinar de Montearenas, en el voluminoso libro de historia editado hace sólo dos años por el Ayuntamiento para celebrar el primer centenario de la ciudad.

Alguien debería contar, con tiempo y medios para hacerlo, la historia de los tres alcaldes republicanos de Ponferrada fusilados en 1936, del tren de mineros que asedió el cuartel de la Guardia Civil donde se habían concentrado los agentes de todos los puestos desde Villablino a Villafranca del Bierzo para preparar la rebelión en la comarca. Alguien debería reescribir la historia de personajes nefastos como el capitán Losada, tan marcial en cada gesto, que tuvo su nombre durante años en una de las calles principales de la ciudad. Y debería hacerlo pronto, porque 75 años después, los últimos testigos de todo aquello se van muriendo. Si no están muertos.

Este es otro tipo de desfile, sin botas altas y lustrosas. Refugiados.
(Foto de ROBERT CAPPA)
Ayudaría, sin duda, que las instituciones rompieran la espiral de silencio que ha callado tantas bocas. Y quién sabe si también, ocultado algunas fotos inéditas en el álbum de algún coleccionista privado que no se atreve a subirlas a Facebook por temor a la sombra que dejan las botas altas y lustrosas.

miércoles, 20 de julio de 2011

Naufragios

Del cómic "Trazo de tiza", de Miguelanxo Prado.


CUARTO CRECIENTE
Diario de León. Martes 19 de julio de 2011

Voy a contarles la historia de dos naufragios. El primero sucedió hace más de ciento veinte años, en la Costa de la Muerte y se llevó por delante la vida de 172 marineros y oficiales del buque de la Royal Navy HMS Serpent un nefasto día de noviembre. El segundo es culpa del viento.

El HMS Serpent era uno de los primeros cruceros de casco metálico que se fabricaron en los astilleros ingleses. Desplazaba 17.000 toneladas y tenía 68 metros de eslora. Había salido del puerto de Plymouth el 8 de noviembre de 1890 y navegaba hacia el sur del Atlántico para relevar a su gemelo, el HMS Archer , que prestaba servicio entre las islas Madeira y Sierra Leona y el cabo de Buena Esperanza, cuando un grave error de navegación le llevó a embarrancar en los rompientes de la Punta de Boi, en Camariñas.


Otra imagen de "Trazo de tiza".
Podría ser la Costa de la Muerte (no lo es)

 Todos los intentos por arriar los botes salvavidas acabaron con las barcas astilladas en las rocas y los marineros que los ocupaban devorados por el mar. El capitán, desesperado, ordenó a los tripulantes que treparan a las jarcias y a los mástiles, pero el fuerte oleaje acabó por hacerles caer al agua o a las rocas, como fruta madura. Y durante días, el mar estuvo vomitando cadáveres mutilados sobre la Ensenada del Trece, como si los cuerpos de aquellos desgraciados, ahogados y desmembrados, le produjeran náuseas.
Sólo tres hombres se salvaron; los marineros Luxton, Burton y Gould. Y lo hicieron porque eran los únicos tripulantes del Serpent que llevaban puesto el chaleco salvavidas -sólo había 25 a bordo- en el momento de encallar. A partir de aquella tragedia, todas las Marinas del mundo generalizaron su uso.


De la web http://www.ecologismo.com/

El segundo naufragio del que voy a hablarles no le costará la vida a nadie. Sólo el empleo, que ya es bastante. Lleva tres años sucediendo y es culpa del aire. Les estoy hablando del hundimiento paulatino de la factoría de palas eólicas de LM Windpower en el polígono de La Llanada, que no es la Ensenada del Trece, pero puede acabar convirtiéndose en un cementerio industrial si nadie hace algo para remediarlo. Porque la multinacional danesa, me pesa escribirlo, está demostrando que el único compromiso que adquirió con Ponferrada cuando se instaló era agotar el plazo legal de las ayudas públicas que le concedieron antes de marcharse a otra parte. Y no se engañen, LM se está marchando. Y nos ha dejado sin chaleco salvavidas.

lunes, 18 de julio de 2011

El viaje hacia la lluvia

Hilos de luz


La boca del viento.
El vientre del mar.
La ballena profunda.
La espuma que dejan los barcos
cuando se van.

El astrolabio de nieve.
La cuaderna rota.
La derrota interrumpida
por un amago de tormenta.

El viaje hacia la lluvia.
La brújula de sal.
La resaca del agua
humedeciendo la memoria.

Y el arpón de los sargazos
y los malecones hundidos
y los astros y los lastres
y los días y los peces
y las nubes que corropen
a los náufragos.

El mar inmenso que me espera.
Una mujer, que no sabe ahogarse.
Una tabla de madera.
Una ruta descarnada.
Y la impaciencia de las vísperas.
Y las vigilias engañosas.
Y una voz desconocida
encerrada en una cárcel de luz.

Un mapa de tu vida.
Siete horas por delante.
La parábola de un cabo
amaneciendo.
El hervidero de dos corrientes
encontradas en la oscuridad.

Y la bitácora caliente
y la arena avergonzada
y la piel de tu nombre
sonrojado en una playa.
Hasta que yo te encuentre.

La náusea del mar

Oficiales del HMS Serpent. (Foto http://www.meteored.com/)
   
UNA OLA me arrancó de las jarcias y pensé que en aquel momento se terminaba mi vida. “La muerte tiene forma de remolino”, pensé. Pero el mar volvió a arrojarme contra la cubierta del barco y mientras mis compañeros del buque escuela hacían lo imposible por sujetarse a los mástiles, traté de aprovechar la segunda oportunidad que me ofrecía la tormenta y me liberé de todo aquello que pudiera molestarme para nadar. En cubierta, dejé las botas y el chubasquero y cuando el mar volvió a reclamarme con otra embestida sólo vestía un jersey  y un chaleco salvavidas.
 El oleaje me empujó contra las rocas donde habíamos encallado y de verdad pensé que en aquel momento se terminaba mi vida. Noté un intenso dolor en la pierna derecha, me imaginé que me sería imposible nadar y quise recordar alguna oración para entregarle mi alma al Señor de una forma más piadosa. Pero el mar no se atrevía a tragarme y después de golpearme contra las piedras, terminó por llevar mi cuerpo en volandas hasta dejarme magullado sobre una ensenada. La arena húmeda me abrasaba los ojos, la sal me corrompía la boca, las rocas me habían machacado toda la musculatura y después de arrastrarme con torpeza lejos del agua, conseguí ponerme en pie en el interior de la playa. Mareado, hice un esfuerzo para caminar entre los cadáveres de mis compañeros, sacudidos por la tempestad, desmembrados y desperdigados por toda la costa como manzanas caídas de un árbol, hasta que la pierna me dijo basta y el dolor se hizo tan intenso que pensé que me desmayaría.
 Así me encontró el marinero Burton, recostado contra una roca, vomitando agua del mar y con el chaleco salvavidas puesto, mientras las olas alborotaban la Ensenada del Trece, después supe su nombre, con los restos de nuestro naufragio.
            “¿Estás entero, Luxton?”, recuerdo que me preguntó.
            Pero no tenía fuerzas para responderle.
            Burton me ayudó a levantar la espalda de la roca y tras deambular por la playa, apoyados el uno en el otro, dimos con una cabaña de piedra en la oscuridad. Un hombre, una mujer y dos niñas, nos abrieron la puerta, asustados, y no hizo falta decirles nada para hacernos entender. El hombre nos dio algo de comer y después nos guió hasta la casa de un sacerdote, no demasiado lejos de la Ensenada. Y en la vivienda de aquel hombre de Dios, cobijados de la lluvia, encontré las palabras para preguntarle por el lugar donde habíamos naufragado en una noche tan nefasta.
“En la Costa de la Muerte”, nos respondió en inglés, dejándonos sobrecogidos.
“¿Quiénes son ustedes?”, preguntó él. Y antes de que Burton le respondiera que éramos dos marineros del Serpent, y que habíamos zarpado dos días antes del puerto de Plymouth, recordé los cuerpos de nuestros compañeros mutilados por las rocas, abrí la boca para hablar, y le dije a aquel cura que sólo éramos un poco de espuma.

LA PASIÓN POR CONTAR. Diario de León. Filandón.
Domingo 17 de julio de 2011


Burton, Luxton y Gould.
Los tres únicos supervivientes de HMS Serpent
(de la web http://www.portierramaryaire.com/)


EL NAUFRAGIO DEL SERPENT

El HMS Serpent, buque de la Royal Navy, naufragó el 10 de noviembre de 1890 en la Costa de la Muerte después de zarpar de Plymouth hacia el cabo de Buena Esperanza. Tenía una tripulación de 175 marineros y oficiales. Sólo tres sobrevivieron. Onesipherous Oney Luxton, con la pierna derecha destrozada por las rocas, Benjamin Burton, y Frederick Joseph Gould, que no aparece en esta historia.
Durante días, el mar estuvo arrojando cadáveres mutilados hacia la costa, como si sintiera náuseas de los náufragos.

Litografía del HMS Serpent

martes, 12 de julio de 2011

El reloj


Juan García Arias sostiene a su hijo José Luis, en una imagen de 1931 o 1932.
(Archivo familiar de José Luis García Herrero)


CUARTO CRECIENTE
Diario de León. Martes 12 de julio de 2011

"Te mando con esta carta nuestro anillo de bodas", le escribió a su mujer Juan García Arias unas horas antes de que lo fusilaran en las tapias del cementerio de Puente Castro. La caligrafía es perfecta, la letra clara, pero algunas palabras aparecen borradas por las lágrimas. Y así se han conservado durante 75 años.

Es para llorar. La forma en que murió. Los motivos que buscaron para matarle. El tiempo que ha tenido que pasar para que Ponferrada comience a saber quién fue  su último alcalde republicano. Lo que hizo para evitar un derramamiento de sangre el 20 de julio de 1936. Y de lo que le sirvió.

Juan García Arias sólo fue alcalde durante diez semanas. En ese tiempo, demostró dos veces la clase de persona que era. La primera vez, participando en el rescate de las víctimas del accidente ferroviario en el túnel de Las Fragas, a seis kilómetros de la ciudad. Allí perdió un reloj de oro de bolsillo y la compañía ferroviaria para la que también trabajaba como inspector, decidió regalarle otro para agradecerle "su valor" y "su altruista y humanitaria acción".

La segunda vez que Juan García Arias demostró su valor y su humanismo fue encaramado en el balcón del Ayuntamiento, dirigiéndose a una masa de mineros enfurecidos por la rebelión de los militares, convenciéndoles para que no quemaran la iglesia de San Pedro y regresaran a Asturias, donde el coronel Aranda acababa de sumarse en Oviedo a la rebelión.

Nadie le regaló ningún reloj por aquel intento vano, porque entre los mineros asturianos y los guardias civiles que se habían concentrado en Ponferrada para levantarse en armas contra el Gobierno republicano prendió el odio en cuanto se cruzaron en la misma calle. Durante 24 horas, la ciudad fue un campo de batalla y el alcalde, que había encerrado en la cárcel municipal a los principales derechistas para evitar que alguien tuviera alguna tentación de lincharles, tuvo que esconderse en una casa y después alojarse en el Hotel Lisboa, donde lo detuvieron cuando el Ejército sublevado barrió la resistencia de los últimos mineros.

Nadie le premió con otro reloj. Al contrario. Le quitaron el que le habían regalado. Y después de 75 años, muerto el alcalde, y sin que haya ninguna calle en Ponferrada que le recuerde, ni ningún capítulo escrito sobre él en la historia oficial, uno se puede imaginar en qué clase de bolsillo terminó.


Juan García Arias, en su despacho de la alcaldía. 1936
(Archivo familiar de José Luis García Herrero)


LA HISTORIA OFICIAL

Primero sorprende. Después decepciona. Hace sólo dos años, el Ayuntamiento de Ponferrada celebraba su primer centenario como ciudad editando un voluminoso volumen con su historia. Arranca en la Edad de Piedra. Y en alguno de los capítulos, incluso hay espacio para reproducir el árbol genealógico de las principales familias burguesas de la ciudad en el siglo XIX. No hay ni una sola línea de Juan García Arias, ni de los sucesos del 20 de julio de 1936, ni de la represión, ni de los huidos que se echaron al monte, ni de los paseados en el Montearenas.
Después de decepcionar, amarga...

Aquí dejo el enlace con el reportaje que apareció en la Revista sobre el último alcalde republicano de Ponferrada, por si sirve de algo.


REVISTA
Diario de León. Domingo 10 de julio de 2011

El último reloj de Juan García Arias

martes, 5 de julio de 2011

El Diccionario del Diablo


Mural alegórico sobre la Revolución Mexicana.
CUARTO CRECIENTE
Diario de León. Martes 5 de julio de 2011

Le llamaban El amargo Bierce y desapareció en México durante la revolución.

Había nacido  Ohio y era el décimo hijo de una familia calvinista. Durante la Guerra de Secesión, vistió el uniforme azul  y participó en la batalla de Shiloh, donde las crónicas de la época cuentan que era imposible caminar sin pisar algún cadáver. Fascinado por la muerte y el horror, y tras una expedición por territorio indio, Ambrose Bierce se convirtió en uno de los periodistas más sarcásticos de los Estados Unidos en los diarios de William Randolh Hearst, -el magnate retratado por Orson Welles en Ciudadano Kane- y en escritor de relatos de terror que todavía se siguen leyendo.

Ambrose Bierce (1842-1914?)
A Ambrose Bierce le odiaron y le admiraron durante buena parte de su vida. Se le compara con Poe, Melville y Lovecraft, y además de escribir relatos sombríos, es autor del Diccionario del Diablo, una recopilación de definiciones de palabras donde ofrece lo mejor de su humor negro. Dejo aquí un buen ejemplo: "Alianza: En política internacional, la unión de dos ladrones, cada uno de los cuales ha metido tanto la mano en el bolsillo del otro que no pueden separarse para robar a un tercero”.

Y perdónenme el sarcasmo si hoy recuerdo al amargo Bierce para aludir a alianzas más cercanas y acordarme de todos aquellos que van sembrando la política de cadáveres (y esto es una metáfora) para sobrevivir. Son personas marcadas por la sospecha, imputados por corrupción en muchos casos, que se aferran a las teorías de la conspiración para salvar la cara, desconocen el verbo dimitir, y se empeñan en repetir que están en política porque comparten una idea y una vocación de servicio público. Sólo tienen que abrir la boca para quedar en evidencia, claro. Pero todavía hay gente que les vota con el argumento de que robarán, pero al menos algo hacen.

No se engañen, ni se dejen engañar. Y háganle caso al maestro Bierce, el gringo viejo que viajó a México durante la revolución porque quería volver a pisar un campo de batalla y nunca regresó para contarlo. “Conflicto de intereses disfrazados de lucha de principios. Manejo de los intereses públicos en provecho privado”, dice otra definición de su Diccionario del Diablo. Y les dejo que adivinen de qué palabra les estoy hablando.

domingo, 3 de julio de 2011

Alfileres blancos




Yo también le tuve miedo a las agujas.

Le veía los dientes al verano
en la casa de mis padres.
Las camas era mutaciones
de edredones azulados.
Las habitaciones, el murmullo
de una voz antigua.
Y el pasillo, una penumbra
de pasos amarillos
que no encontraban donde reposar.

Me escondía en cualquier dormitorio
de las manos de mi abuelo
cada vez que estaba por venir
del pueblo para pincharme.

Y tenían que arrastrame de los pies
como un carnero que chilla
porque le llevan al degolladero.

Y pataleaba.
Y me descostraba las rodillas.
Y nunca lograban engañarme del todo.

Creo que de niño me inyectaron tanto ardor
que mi carne de carnero revoltoso
todavía tiene que tener un sabor amargo.
Y si me levantan la piel.
Y si me despellejan la infancia,
muerdo veneno.

Y ahora no te extrañe
si me salen alfileres blancos de la boca
cuando te bese.