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martes, 23 de agosto de 2011

Ofrenda...

Cima de la Pirámide del Sol. Teotihuacán.

CUARTO CRECIENTE
Diario de León. Martes 23 de agosto de 2011

He caminado por la Calzada de los Muertos. He subido a la Pirámide de la Luna. He puesto un dedo en el centro de la Pirámide del Sol, por si quedaba algo de la energía de quienes hace dos mil años construyeron Teotihuacán, la ciudad de los dioses, que tantos interrogantes dejó cuando la devoró la historia.

He visto serpientes emplumadas de piedra, altares donde los aztecas, también llamados mexicas, depositaban corazones arrancados del pecho de sus enemigos como ofrenda para concederle al Sol sus latidos.

Aquí depositaban los aztecas el corazón de sus enemigos.
Pieza hallada en el Templo Mayor, junto al Zócalo.

Me he imaginado la curiosidad que despertaron los extraños pájaros de vela que arribaron al Golfo de México. El respeto que causaron los centauros españoles, confundidos con enviados de los dioses. Y el pavor de sus cañones y sus armas de fuego, que les hizo parecer inmortales.


Restos del Templo Mayor de Tenochtitlán, junto al Zócalo.

He revivido la caída de Tenochtitlán, la gran ciudad flotante edificada sobre un lago, con sus pirámides deslumbrantes, sus puentes y sus canales, que ya era el lugar más poblado del mundo antes de ser arrasada por los conquistadores.

He visitado una catedral enorme, un palacio nacional lleno de patios interiores. Un castillo residencial en lo alto de una colina boscosa donde unos cadetes de una escuela militar se convirtieron en niños-héroes y un emperador importado soñó que podía crear una dinastía antes de morir fusilado.


Detalle del mural de Siqueiros en el castillo de Chapultepec.

He visto murales pintados para engrandecer una revolución que derrocó a un dictador, apartó del poder a un usurpador y acabó con la vida de sus dos caudillos más populares.

He seguido, museo a museo, el dolor de una pintora atravesada por la barra de un tranvía.


"El caballito". Estatua ecuestre del rey Carlos IV,
que México conserva por sus valores artísticos.

He pisado una plaza donde masacraron a doscientos universitarios. He visto pobreza. Y opulencia. He caminado por la capital de un país que está en guerra contra el narcotráfico y donde hay un policía en cada esquina.

Y he bebido mezcal y tequila, y cerveza fría en un vaso con los bordes salpicados de sal.

Debería escribir algo del Bierzo. O de León. Lo sé. Debería opinar de algo que les toque más de cerca. Pero después de ver y oler y comer y beber y observar y hablar y escuchar y comprender y respirar el aire envenenado de México Distrito Federal y sus alrededores, se me hace imposible hablares de otra cosa que no sea el ombligo del mundo.

Plaza del Ángel. A punto de llover.

...Y CONFESIÓN

(...)
Aquí cabe un mundo

sábado, 20 de agosto de 2011

Gallos asustados


Efraín Bartolomé.
(Del blog, latalachita.blogspot.com)

CUARTO CRECIENTE
Diario de León. Martes 16 de agosto de 2011


Efraín Bartolomé es un poeta mexicano al que no conozco. Nunca había leído nada de él antes de escribir estas líneas. Ni siquiera sé si sus libros se pueden encontrar en España.

Además de escribir poemas, Efraín Bartolomé se gana la vida como psicoterapeuta. Tiene 60 años y vive con su mujer, una arqueóloga de 54, en la Colonia Torres de Padierna del Distrito Federal de México, la ciudad más populosa del mundo.

El pasado día 11 de agosto, a las 2.45 de la madrugada, esa hora de gallos asustados de la que habla en sus versos, un grupo de hombres armados irrumpió en su casa. Su mujer, Guadalupe Belmontes, tuvo tiempo de llamar a una comisaría mientras trataban de encerrarse en el baño, pero los hombres armados, vestidos de negro, con la cara oculta por pasamontañas y las iniciales de la policía federal en la ropa, los sacaron a empujones del cuarto y les obligaron a echarse al suelo, mientras les apuntaban con sus rifles de asalto.

Policía Federal de México escoltando un furgón de detenidos.
Foto: Felipe León (Reuters)

Revolcaron toda la casa, cuenta el poeta en su blog, y les preguntaron donde guardaban las armas —«aquí no hay armas, señor, somos gente de trabajo», respondió—. Después, esos gallos asustados que concentran pavor bajo las alas, pero a veces se equivocan de casa, verificaron algunos datos sobre la identidad del matrimonio —nada que ver con el narcotraficante que buscaban— y desaparecieron sin ofrecer ninguna explicación. Cuando el poeta y su mujer se atrevieron a levantarse del suelo, encontraron su casa patas arriba y notaron la ausencia de un reloj antiguo y un ordenador.

A las 4.43 de la madrugada, Efraín Bartolomé se puso a contar lo que les había sucedido en su blog. A las 6.35 terminó. «La luz de oriente comienza a colorear y a inflamar el horizonte. La policía nunca llegó. ¿De verdad estamos tan solos?», escribió. Y aquí lo transcribo, ahora que en el Reino Unido, el Gobierno de David Cameron reduce los disturbios de los últimos días a simples actos de vandalismo, en lugar de preguntarse qué hay detrás, y el primer ministro anuncia inflamado más poder para reprimir a los violentos, pero se olvida de aplicar políticas que saquen de la marginación a los jóvenes que viven sin empleo en las barriadas, esas estancias tibias en donde irrumpe el frío como un silbido de cristal y donde no hay lugar para la poesía.

Efraín Bartolomé ya ha recuperado su reloj.
Foto CUARTOSOCURO/VANGUARDIA

A LA ORILLA DEL SUEÑO
Poema de Efraín Bartolomé


A la orilla del sueño algo de mí despierta.
Brasas que miran la otra parte que
como siempre
duerme

Hay una barca que se abre ante el mar como una espera.
Hay una vertical sombra sin rostro que me invita a subir.
A irme de viaje por estas aguas turbias
en estas horas que alzan su ramazón
su tallo oscuro
en el tiempo que crece antes del alba.

Hora de gallos asustados
que concentran pavor bajo sus alas.
Estancias tibias en donde irrumpe el frío
como un silbido de cristal.


Alza su pecho gris la incertidumbre.
Entra mi pie en la barca.
Despierta la otra parte de mí
que siempre duerme
y unta un frío sudor sobre mi frente.
Enciendo luz.
Salto fuera del sueño.

Tiemblo.

Música solar.
1984



viernes, 19 de agosto de 2011

Cielo de México

    
México Distrito Federal, desde la Torre Latina. (Fotos del autor de este blog)

Me he pasado la tarde buscando una sombra en Ciudad de México. El cielo tenía un tono azul metalizado y un enjambre de abejas luminosas devoraba las nubes con destellos de cobalto. Yo salía de la boca del metro, sugestionado por el universo onírico de Frida Kahlo, y descubrí que la calle era un mercado de voces a cinco pesos y las aceras, un escaparate donde se vendía cualquier cosa.

Calle de la Moneda.

Enchiladas y tacos y flautas y guacamole. En México se come a cualquier hora y en cualquier parte. Y entre los olores penetrantes, los bocados y el picante, una sombra fugaz se cruzó delante de mí y me alejó de la ciudad y del momento. "¿Qué hace aquí?", me pregunté, queriendo reconocer a alguien a quien había querido tiempo atrás.


Teatro Orfeón. Junto a la boca de metro Juárez.

Intrigado, pensé que si me alejaba un poco de los puestos callejeros la encontraría bajo la marquesina de un teatro cerrado, el Orfeón, con los días de esplendor apagados sobre un viejo letrero. Pero la entrada estaba clausurada por un muro de plástico negro y pasé de largo.


Plaza de Santo Domingo.

Seguí caminando, sabiendo que hicieron la ciudad sobre un lago con piedras de pirámides derribadas y que en el barrio colonial, algunas casas viejas y algunas iglesias se tuercen buscando la humedad de los aztecas.


Torre Latina. En el cruce de la calle Madero y
la avenida Lázaro Cárdenas.

Calle Madero.

Yo buscaba la sombra en la Alameda Central, en la Torre Latina, acero a prueba de terremotos. En la calle Madero, tan bulliciosa y donde no entran los automóviles. Y no lograba alcanzarla. Se movía más deprisa que yo, sinuosa, y en el Zócalo, bajo la bandera que ondea en el Palacio Nacional, estuve a punto de hablarle. "Te conozco", iba a decirle para que se detuviera. Pero era imposible que me oyera con tanto alboroto.

Un dragón descansa en el Correo Mayor


Detalle del crucero junto a la Catedral

Oteé el horizonte. Ví dragones, y calaveras en los cruceros, y gárgolas, y serpientes en el cielo, bajo las garras de las águilas. Sentí el rumor de voces conocidas. Pero me dí cuenta de que sólo era una punzada de nostalgia.


Catedral, entre puestos callejeros.

Dejé atrás la catedral, los vendedores, los taxis irregulares, las tricicletas, tres policías armados con fusiles de asalto, turistas extranjeros, limpiabotas, sacacuartos, y cuando por fin me detuve, enloquecido por el tráfico, descubrí que la sombra que perseguía era la mía. Y por eso no iba alcanzarla nunca.


Atardecer en la calle Tacuba

Para entonces, el cielo ya tenía un color un gris apagado, como el letrero de neón de un teatro cerrado, y enjambres de luciérnagas se desprendían de los faros de los coches para morir atropelladas en el asfalto.

jueves, 11 de agosto de 2011

Puerta y Zócalo


Acampada de sindicalistas en el Zócalo de Ciudad de México.
Domingo 7 de agosto de 2011 (Foto del que escribe. Se puede piratear)

CUARTO CRECIENTE
Diario de León. Martes 9 de agosto de 2011

Encontré la Puerta del Sol desangelada. Silenciosa. Irreal. Una plaza así, tan bulliciosa que podría ser el ombligo del mundo, no tiene sentido sin gente. Pero los autobuses urbanos no se detenían en las marquesinas. El metro pasaba de largo. Y sólo los residentes podían cruzarla como fantasmas para encerrarse en sus casas después de acreditarse.


Calle Preciados. Madrid, 3 de agosto de 2011. (Foto TANIA RAMONDE)

Encontré la Puerta del Sol secuestrada por un cordón policial. El mundo al revés. La policía protegía una plaza vacía de la gente. Una plaza donde ya no había indignados, sino indigentes acampados, según el argumento empleado por el Gobierno y el Ayuntamiento de Madrid para justificar el desalojo de los últimos irreductibles del Movimiento del 15-M, aprovechando que en el mes de agosto todo hace menos ruido en los periódicos. Y digo el mundo al revés porque la gente a la que impedían entrar en la plaza, reindignada por la actuación policial, no se resignaba a perder un símbolo de la protesta contra el poder de los mercados y de los políticos gobernados por los mercados y asediaba la Puerta del Sol en todas sus bocacalles. El resultado llegó a ser esperpéntico, con los indignados cortando la Gran Vía y la plaza de Callao, y trasladando sus asambleas a la plaza Mayor. Porque la calle, no lo olvidemos, es de todos, y en primer lugar de los que se quejan.



Mercado callejero en La Alameda. Ciudad de México.
Después del esperpento, cogí un avión. Volé en el vientre de una ballena, o eso me pareció, y aterricé en el ombligo de la luna, que así es como llaman a México. Visité mercados bulliciosos en las calles de la capital y en todas partes ví policías de uniforme azulado y chaleco antibalas, que por algo el país vive en una guerra no declarada contra el poder de los narcos.

Calle de Francisco Madero. Ciudad de México.
Y a la espera de ver la plaza de Las Tres Culturas, decidido a pisar el lugar donde un día de octubre de 1968, el Ejército y los paramilitares causaron una matanza entre los estudiantes indignados contra el Gobierno, descubro la acampada de un sindicato de la electricidad que apenas cuenta con apoyo popular, pero lleva cuatro meses en el Zócalo sin ser desalojada. Y es en ese momento cuando empiezo a pensar que la frase que André Bretón le dedicó a México -«el único país del mundo surrealista por instinto»- habría que usarla mejor con España, donde si seguimos perdiendo la calle como escenario de nuestras quejas, acabaremos perdiendo también nuestra democracia.

En la Plaza de las Tres Culturas,
al pie de la estela en memoria de las víctimas de 1968.
Viernes 19 de agosto de 2011.


UNA HISTORIA DE PLAZAS

La plaza de las Tres Culturas, la plaza de Tian'anmen, la plaza de Tahrir, la Puerta del Sol, el Zócalo. Los espacios abiertos son lugares para la libertad y para la protesta. Y a veces, también para los muertos.

La versión de esta columna que podéis leer en este blog tiene un ligero cambio respecto a la que apareció publicada en Diario de León. La plaza de Tlatelolco o las Tres Culturas no es el mismo lugar que la plaza de la Constitución, popularmente conocida como Zócalo porque hasta 1996 tuvo un basamento vacío donde iba a instalarse un gran conjunto escultórico que nunca se colocó. El texto impreso daba a entender, erróneamente, que sí.

En Tlatelolco, a pocos días del comienzo de los Juegos Olímpicos de 1968, pistoleros del batallón paramilitar Olimpia dispararon contra una multitud de estudiantes y provocaron a su vez que los soldados que vigilaban la protesta hicieran fuego contra la masa. Todavía hoy, se desconoce el número exacto y los nombres de todos los muertos. En México siempre señalaron al Gobierno de Gustavo Díaz Ordaz como responsable de la masacre.

martes, 9 de agosto de 2011

Calle de la Guerra

Jerónima Blanco y su hijo Fernando.
 La única imagen que se conoce de ambos,
 poco antes de sus asesinatos el 23 de agosto de 1936

CUARTO CRECIENTE
Diario de León. Martes 2 de agosto de 2011

Érase una vez una ciudad con una calle dedicada a la guerra. Una ciudad de cien años, donde el dinero ya no fluía como antes, el viento dejaba de soplar por las tardes, cerrando las fábricas, y una hilera de montañas azules y grises la rodeaban en un abrazo circular.

Tenía aquella ciudad un barrio de viviendas desocupadas, solares vacíos, farolas solitarias, una iglesia blanca, vigilada con cámaras de seguridad para que nadie confundiera su fachada con un lienzo, y un centro comercial que iba perdiendo establecimientos como a un niño se le van cayendo los dientes de leche.

También había tenido la ciudad una montaña negra que había crecido con la escoria del carbón que se quemaba en las centrales térmicas para producir electricidad y que un buen día había desaparecido del mapa, borrada por la megalomanía y la necesidad.

Era una ciudad pequeña, junto a un río largo que la envolvía en la niebla durante los inviernos, donde se habían ausentado las sorpresas. Los vecinos tenían lo que querían. Y no querían sobresaltos. Ni cambios drásticos. Ni desórdenes. Ni nada que se le pareciera. Era su forma de vivir en paz.

Castillo de los Templarios (¿De qué ciudad escribo?)

Pero la ciudad, con basílica y castillo medieval, también tenía una calle dedicada a la guerra. Era una calle paralela a la calle de las Carnicerías y sólo los forasteros se preguntaban, cuando paseaban por su casco antiguo, si los dos nombres tendrían algo que ver.

La calle de la Guerra no estaba lejos de la calle del Reloj, quizá por que el tiempo se detiene para siempre cuando nos matamos. Y también estaba muy cerca la calle Paraisín y la calle Los Jardines, como si alguien, algún alcalde quizá, hubiera querido relacionar la muerte en la batalla con el paraíso.

En esa ciudad sin embargo, no había hueco en el callejero para las víctimas de la guerra. Ni siquiera para las víctimas de la última guerra. Ni siquiera si las víctimas eran una mujer embarazada, de cuyo asesinato se cumplirán este mes setenta y cinco años, y su hijo de tres años. Ya les mencioné una vez a Jerónima Blanco y mientras siga habiendo una calle en Ponferrada dedicada a la guerra, les seguiré hablando de ella. Para que alguien le quite la guerra a la placa y le ponga su nombre y el de su hijo Fernando. Y por fin pueda escribir aquí que había una vez una ciudad con una calle dedicada a la guerra. En pasado.

En León no tuvieron ningún problema en dedicarle una calle a Jerónima y Fernando.
En primer término, el poeta Antonio Gamoneda. (Foto: foroporlamemoria.info)