Fotograma de 'Yo acuso', película de 1919 rodada por Abel Gance |
La Sombra Blanca y los fantasmas
de la Gran Guerra
CARLOS FIDALGO
La Sombra Blanca es
un juego de voces. Un relato de fantasmas ambientado en las trincheras del
Somme durante el último año de la Primera Guerra Mundial, y en el condado de
Argyll, en las tierras bajas de Escocia, donde los brazos de mar irrumpen en la
costa para formar los lagos marinos o loches.
Territorio de metáforas.
Escocia es tierra encantada desde
que Cailleach Béirre, la reina del invierno, creó las colinas y las montañas,
de acuerdo con la tradición celta. Diosa anciana de piel azulada, las leyendas
del norte aseguran que se convertía en una mujer joven y hermosa cada vez que
salía a buscar guerreros en los bosques para tener descendencia con ellos.
Y aquí tenemos un primer eslabón del
misterio.
Escocia, que también es lugar de selkies, o sirenas de las islas Feroe, y
de duendes diminutos, comparte con Irlanda la figura espectral de las bean shide –o banshees- mujeres que se
aparecían a los soldados durante la vigilia de una batalla, vestidas con
sudarios grises o blancos. Es famoso el relato de la bella Abhill, que bajó de
las colinas a las playas de Clontarf, donde habían desembarcado los temibles vikingos,
para advertir al rey Brian Boru, que defendía la ciudad de Dublín, del
derramamiento de sangre que se iba a producir al día siguiente. Abhill lloró de
pena aquella noche, en vísperas del 23 de abril de 1014, mientras lavaba la
ropa de los soldados del rey y el agua del río Liffey enrojecía.
¿Es una banshee la mujer que descubren en el mar los soldados escoceses que
cruzan el Canal de la Mancha, camino de las trincheras de Francia, en el
comienzo de La Sombra Blanca? ¿Es la
muerte, que les aguarda?
Antigua postal de Edimburgo, con la colina del castillo al fondo. |
Que Escocia es territorio de
fantasmas lo sabemos por los cuentos de Walter Scott, en los albores de la
novela gótica, y los relatos de Robert Louis Stevenson. Dickens, otro
cultivador del género, situó en el estuario del Forth, a las puertas de
Edimburgo, la perturbadora historia de una joven que ve cómo su prometido entra
en su cuarto, empapado, la noche antes de recibir una carta con la noticia de
que el bergantín donde navegaba de camino a la guerra con Prusia se había ido a
pique con todos sus tripulantes a bordo durante una galerna.
El autor de Oliver Twist y del famoso Cuento
de Navidad repitió un esquema parecido en otros relatos de misterio y
resulta curioso comprobar cómo ese patrón caló tanto en el imaginario colectivo
que algunos soldados de la Gran Guerra relataron espisodios similares.
¿Sugestión?
Llama la atención el caso del poeta
inglés Wilfred Owen. Alistado en 1915, afrontó la guerra con el mismo optimismo
ingenuo de los soldados movilizados para luchar en Francia en el verano de
1914, hasta que dos experiencias traumáticas cambiaron su percepción de los
combates. Primero fue un disparo de mortero, que lo arrojó sobre los restos de
un compañero. Después algo peor. Durante días estuvo atrapado en una vieja
trinchera alemana, en tierra de nadie.
Trasladado a un hospital de Edimburgo con estrés postraumático, Owen
escribió una serie de poemas muy crudos sobre el horror de la lucha en las
trincheras. Después de sus experiencias, no tenía ninguna obligación de
reincorporarse al Ejército cuando se recuperó. Pero lo hizo en las últimas
semanas de los combates, ya en julio de 1918, porque sintió que su deber era
relevar a Sigfried Sasson, su amigo y mentor, quizá su amante, repatriado
después de recibir un disparo en la cabeza.
Wilfred Owen |
Y aquí comienza lo más extraño de
esta historia que ha alimentado la imaginación de los defensores de los
fenómenos paranormales en revistas y programas de televisión. Harold Owen,
oficinal naval en un barco que navegaba a principios de noviembre por la costa
de África, el HMS Astreae, asegura
que se encontró a su hermano Wilfred en su camarote. Le preguntó qué hacía
allí. Por qué no estaba con su unidad en Francia. Y en ningún momento obtuvo
respuesta. Harold asegura que tuvo que acostarse porque se sintió terriblemente
el cansado y sin que Owen hubiera abierto la boca. A la mañana siguiente, su
hermano mayor ya no se encontraba sentado en su escritorio. “Cuando desperté,
sabía con certeza que Wilfred estaba muerto”, escribió en Journey From Obscurity, Wilfred Owen,
1893-1918. Y efectivamente, en seguida le informaron de
que a Wilfred lo habían abatido mientras cruzaba el Canal Sambre-Oise, a
cientos de kilómetros de allí, una semana antes de que acabara la guerra. Y una
semana fue lo que tardó el telegrama con la mala noticia en llegar a manos de
la madre de los Owen, el mismo día del Armisticio.
No es una explicación desdeñable
aventurar que detrás de estas apariciones no haya más que una proyección del
dolor de la guerra de trincheras y los shocks
casuados por los horrores que presenciaban los soldados. El historiador Tim
Cook publicó en 2013 un artículo en la revista Journal of Military Story (Grave Beliefs: Stories of the Supernatural and the Uncanny among
Canada’s Great War Trench Soldiers. Páginas 521-542)
sobre compatriotas que afirmaron haber visto a compañeros resucitados en las
batallas de Passchendaele y Vimy Ridge. Director de Investigación en el Museo
de la Guerra de Canadá, profesor adjunto de Historia en la Universidad de
Carleton y autor de varias publicaciones sobre las tropas canadienses que
combatieron en la Primera Guerra Mundial, Cook revisó cartas y diarios de
soldados de su país para estudiar de qué forma se enfrentaban a los combates.
Algunos de esas cartas, como la de aquel soldado que escribió a su madre para
decirle que la había visto a pocos metros de su trinchera y que había salido a
campo abierto para caminar hacia ella justo en el momento en que un obús alemán
destrozaba a sus compañeros en la zanja, parecen influidos por un cuento
gótico.
Algo tuvo que ver, seguro, en ese
estado de ánimo la leyenda de la batalla de Mons, popularizada por el escritor
Arthur Machen y que circuló por las trincheras y la retaguardia en los primeros
meses de la guerra; arqueros la Guerra de los Cien Años que quinientos años
después se levantan del campo de batalla donde murieron, como ángeles de la
guarda, para proteger con sus flechas la retirada de sus compatriotas,
desbordados por el implacable avance de los alemanes. ¿Histeria colectiva?
Batalla de Paeschendale. Agosto de 1917 |
La de Mons no era la primera batalla
de fantasmas de la que se tiene noticia.
El día de Nochebuena de 1642, al comienzo de la Guerra Civil inglesa,
algunos habitantes de Edghill vieron enfrentarse a los muertos del bando del
rey con los caídos leales a Cromwell en una repetición del combate que había
desatado el conflicto unas semanas atrás. Hubo incluso un impresor, Thomas
Jackson, que publicó aquellos relatos tan espeluzantes. Historias que llegó a
leer el monarca, Carlos I, hasta el punto de enviar a una comisión real para
que le aclarara lo sucedido. Culloden, Shiloh, Büderlin, son otros nombres de
batallas famosas donde el trauma de la guerra engendró ‘visiones’ parecidas.
“Somos los muertos”, escribió el
médico canadiense John McCrae, que sirvió en la Primera Guerra Mundial y murió
de una neumonía antes de que acabara el conflicto, para dar voz a los caídos en
su poema En los campos de Flandes. Los
versos de McCrae, escritos después de ver morir a un amigo, hablan de las
amapolas que crecen entre las cruces de los cementerios militares y son el embrión
del Poppy Day con el que el mundo
anglosajón todavía conmemora cada 11 de noviembre, a las 11 horas, el final de
aquella pesadilla.
Un rastro de pétalos en un
cementerio, un epitafio en latín, un soldado que hace guardia, son otros
elementos que desenredan el misterio de La
Sombra Blanca, novela de fantasmas, sí. Y algo más.
Transcurrido un siglo desde la Gran
Guerra, así se la llamó porque nadie se imaginaba que aquel horror pudiera
repetirse veinte años después, todavía hay algo más que contar. Algo que no
encaja en la realidad.
Fotografía de Mitch Glover en el cementerio de Neuville Sant. Aparecida en el Daily Mail. |
En el verano de 2014, un adolescente
inglés que visitaba Neuville Sant, el mayor cementerio de la Primera Guerra
Mundial en Francia con más de cuarenta mil sepulturas, se entretuvo
fotografiando con su IPhone las
hileras de cruces –“fila sobre fila”, escribía Mcrae– que marcaban el lugar de
los caídos. Cuando revisó las imágenes en su casa descubrió un sombra entre las
lápidas; la figura difuminada de un soldado escocés, y se distinguía su kilt de cuadros, al pie de una tumba. La
historia que contó Mitch Glover y la fotografía del supuesto fantasma saltó a
las agencias de noticias y de ahí a la prensa seria, incluso se pudo leer en
medios españoles como el Abc o La Vanguardia. No parecía ningún truco.
Simplemente no había una explicación racional, más allá de que cientos de escoceses habían muerto combatiendo cerca de
Neuville Sant en el año 1917.
El pionero del cine francés Abel
Gance, y ahora sí, entramos en el corazón de La Sombra Blanca, dirigió en 1919 un furioso alegato contra la Gran
Guerra que tituló Yo acuso. Gance,
que realizaría una segunda versión de su película en los años treinta, justo
antes de la Segunda Guerra Mundial, rodó escenas escalofriantes, donde los
soldados muertos se levantaban de los lugares donde habían caído y caminaban
hacia las ciudades para advertir a los vivos sobre la estupidez de la guerra. Las
alucinadas imágenes de Yo acuso, que
pueden encontrarse fácilmente en You Tube y parecen salidas de un mal sueño, no
han perdido su fuerza ni su carga poética a los cien años del rodaje.
En una cafetería de la Gran Vía. Foto: BENITO ORDÓÑEZ |
A nadie le extrañe, por tanto, que
el barro y las alambradas, la humedad y las ratas, las zanjas abiertas en la
campiña francesa en vísperas de la última ofensiva alemana en la primavera de
1918, sean el escenario donde fermente esta novela de fantasmas. Porque la
Primera Guerra Mundial asomó al hombre al infierno. Imagínense el terror que
sintieron los primeros soldados británicos y franceses que vieron avanzar hacia
ellos, al comienzo del conflicto, una nube de gases tóxicos. Imagínense el
pánico de los soldados alemanes que tiempo después se enfrentaron a los
primeros tanques, diabólicos artefactos de metal inmunes a las balas.
Imagínense los lanzallamas, los primeros bombardeos. “No hay lugar donde
esconderse”, dice uno de los personajes de La
Sombra Blanca; el viaje de ida y vuelta de la guerra de un recluta escocés que
esconde un misterio aún más inquietante que esa mujer, ligera como la niebla,
que aparece y se desvanece a lo largo de la novela. Que anuncia la muerte, o
quizá sea un símbolo de esperanza. Y ninguna bala puede hacerla caer.
Qué leer. Páginas 34 a 37.
Número 218. Marzo de 2016