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martes, 19 de abril de 2016

La Sombra Blanca en 'Qué Leer'

Fotograma de 'Yo acuso', película de 1919 rodada por Abel Gance

 
La Sombra Blanca  y los fantasmas
de la Gran Guerra
CARLOS FIDALGO      
 
La Sombra Blanca es un juego de voces. Un relato de fantasmas ambientado en las trincheras del Somme durante el último año de la Primera Guerra Mundial, y en el condado de Argyll, en las tierras bajas de Escocia, donde los brazos de mar irrumpen en la costa para formar los lagos marinos o loches. Territorio de metáforas.

            Escocia es tierra encantada desde que Cailleach Béirre, la reina del invierno, creó las colinas y las montañas, de acuerdo con la tradición celta. Diosa anciana de piel azulada, las leyendas del norte aseguran que se convertía en una mujer joven y hermosa cada vez que salía a buscar guerreros en los bosques para tener descendencia con ellos.

            Y aquí tenemos un primer eslabón del misterio.

            Escocia, que también es lugar de selkies, o sirenas de las islas Feroe, y de duendes diminutos, comparte con Irlanda la figura espectral de las bean shide –o banshees-  mujeres que se aparecían a los soldados durante la vigilia de una batalla, vestidas con sudarios grises o blancos. Es famoso el relato de la bella Abhill, que bajó de las colinas a las playas de Clontarf, donde habían desembarcado los temibles vikingos, para advertir al rey Brian Boru, que defendía la ciudad de Dublín, del derramamiento de sangre que se iba a producir al día siguiente. Abhill lloró de pena aquella noche, en vísperas del 23 de abril de 1014, mientras lavaba la ropa de los soldados del rey y el agua del río Liffey enrojecía.

            ¿Es una banshee la mujer que descubren en el mar los soldados escoceses que cruzan el Canal de la Mancha, camino de las trincheras de Francia, en el comienzo de La Sombra Blanca? ¿Es la muerte, que les aguarda?
 
Antigua postal de Edimburgo, con la colina del castillo al fondo.

            Que Escocia es territorio de fantasmas lo sabemos por los cuentos de Walter Scott, en los albores de la novela gótica, y los relatos de Robert Louis Stevenson. Dickens, otro cultivador del género, situó en el estuario del Forth, a las puertas de Edimburgo, la perturbadora historia de una joven que ve cómo su prometido entra en su cuarto, empapado, la noche antes de recibir una carta con la noticia de que el bergantín donde navegaba de camino a la guerra con Prusia se había ido a pique con todos sus tripulantes a bordo durante una galerna.


            El autor de Oliver Twist y del famoso Cuento de Navidad repitió un esquema parecido en otros relatos de misterio y resulta curioso comprobar cómo ese patrón caló tanto en el imaginario colectivo que algunos soldados de la Gran Guerra relataron espisodios similares. ¿Sugestión?

            Llama la atención el caso del poeta inglés Wilfred Owen. Alistado en 1915, afrontó la guerra con el mismo optimismo ingenuo de los soldados movilizados para luchar en Francia en el verano de 1914, hasta que dos experiencias traumáticas cambiaron su percepción de los combates. Primero fue un disparo de mortero, que lo arrojó sobre los restos de un compañero. Después algo peor. Durante días estuvo atrapado en una vieja trinchera alemana, en tierra de nadie.  Trasladado a un hospital de Edimburgo con estrés postraumático, Owen escribió una serie de poemas muy crudos sobre el horror de la lucha en las trincheras. Después de sus experiencias, no tenía ninguna obligación de reincorporarse al Ejército cuando se recuperó. Pero lo hizo en las últimas semanas de los combates, ya en julio de 1918, porque sintió que su deber era relevar a Sigfried Sasson, su amigo y mentor, quizá su amante, repatriado después de recibir un disparo en la cabeza. 

Wilfred Owen

            Y aquí comienza lo más extraño de esta historia que ha alimentado la imaginación de los defensores de los fenómenos paranormales en revistas y programas de televisión. Harold Owen, oficinal naval en un barco que navegaba a principios de noviembre por la costa de África, el HMS Astreae, asegura que se encontró a su hermano Wilfred en su camarote. Le preguntó qué hacía allí. Por qué no estaba con su unidad en Francia. Y en ningún momento obtuvo respuesta. Harold asegura que tuvo que acostarse porque se sintió terriblemente el cansado y sin que Owen hubiera abierto la boca. A la mañana siguiente, su hermano mayor ya no se encontraba sentado en su escritorio. “Cuando desperté, sabía con certeza que Wilfred estaba muerto”, escribió en  Journey From Obscurity, Wilfred Owen, 1893-1918. Y efectivamente, en seguida le informaron de que a Wilfred lo habían abatido mientras cruzaba el Canal Sambre-Oise, a cientos de kilómetros de allí, una semana antes de que acabara la guerra. Y una semana fue lo que tardó el telegrama con la mala noticia en llegar a manos de la madre de los Owen, el mismo día del Armisticio.
            No es una explicación desdeñable aventurar que detrás de estas apariciones no haya más que una proyección del dolor de la guerra de trincheras y los shocks casuados por los horrores que presenciaban los soldados. El historiador Tim Cook publicó en 2013 un artículo en la revista Journal of Military Story (Grave Beliefs: Stories of the Supernatural and the Uncanny among Canada’s Great War Trench Soldiers. Páginas 521-542) sobre compatriotas que afirmaron haber visto a compañeros resucitados en las batallas de Passchendaele y Vimy Ridge. Director de Investigación en el Museo de la Guerra de Canadá, profesor adjunto de Historia en la Universidad de Carleton y autor de varias publicaciones sobre las tropas canadienses que combatieron en la Primera Guerra Mundial, Cook revisó cartas y diarios de soldados de su país para estudiar de qué forma se enfrentaban a los combates. Algunos de esas cartas, como la de aquel soldado que escribió a su madre para decirle que la había visto a pocos metros de su trinchera y que había salido a campo abierto para caminar hacia ella justo en el momento en que un obús alemán destrozaba a sus compañeros en la zanja, parecen influidos por un cuento gótico.

            Algo tuvo que ver, seguro, en ese estado de ánimo la leyenda de la batalla de Mons, popularizada por el escritor Arthur Machen y que circuló por las trincheras y la retaguardia en los primeros meses de la guerra; arqueros la Guerra de los Cien Años que quinientos años después se levantan del campo de batalla donde murieron, como ángeles de la guarda, para proteger con sus flechas la retirada de sus compatriotas, desbordados por el implacable avance de los alemanes. ¿Histeria colectiva?
Batalla de Paeschendale. Agosto de 1917

           
             La de Mons no era la primera batalla de fantasmas de la que se tiene noticia.  El día de Nochebuena de 1642, al comienzo de la Guerra Civil inglesa, algunos habitantes de Edghill vieron enfrentarse a los muertos del bando del rey con los caídos leales a Cromwell en una repetición del combate que había desatado el conflicto unas semanas atrás. Hubo incluso un impresor, Thomas Jackson, que publicó aquellos relatos tan espeluzantes. Historias que llegó a leer el monarca, Carlos I, hasta el punto de enviar a una comisión real para que le aclarara lo sucedido. Culloden, Shiloh, Büderlin, son otros nombres de batallas famosas donde el trauma de la guerra engendró ‘visiones’ parecidas.

            “Somos los muertos”, escribió el médico canadiense John McCrae, que sirvió en la Primera Guerra Mundial y murió de una neumonía antes de que acabara el conflicto, para dar voz a los caídos en su poema En los campos de Flandes. Los versos de McCrae, escritos después de ver morir a un amigo, hablan de las amapolas que crecen entre las cruces de los cementerios militares y son el embrión del Poppy Day con el que el mundo anglosajón todavía conmemora cada 11 de noviembre, a las 11 horas, el final de aquella pesadilla.

            Un rastro de pétalos en un cementerio, un epitafio en latín, un soldado que hace guardia, son otros elementos que desenredan el misterio de La Sombra Blanca, novela de fantasmas, sí. Y algo más.

            Transcurrido un siglo desde la Gran Guerra, así se la llamó porque nadie se imaginaba que aquel horror pudiera repetirse veinte años después, todavía hay algo más que contar. Algo que no encaja en la realidad.
 
Fotografía de Mitch Glover en el cementerio de Neuville Sant.
Aparecida en el Daily Mail.
           
         En el verano de 2014, un adolescente inglés que visitaba Neuville Sant, el mayor cementerio de la Primera Guerra Mundial en Francia con más de cuarenta mil sepulturas, se entretuvo fotografiando con su IPhone las hileras de cruces –“fila sobre fila”, escribía Mcrae– que marcaban el lugar de los caídos. Cuando revisó las imágenes en su casa descubrió un sombra entre las lápidas; la figura difuminada de un soldado escocés, y se distinguía su kilt de cuadros, al pie de una tumba. La historia que contó Mitch Glover y la fotografía del supuesto fantasma saltó a las agencias de noticias y de ahí a la prensa seria, incluso se pudo leer en medios españoles como el Abc o La Vanguardia. No parecía ningún truco. Simplemente no había una explicación racional, más allá de que cientos de  escoceses habían muerto combatiendo cerca de Neuville Sant en el año 1917.

 

            El pionero del cine francés Abel Gance, y ahora sí, entramos en el corazón de La Sombra Blanca, dirigió en 1919 un furioso alegato contra la Gran Guerra que tituló Yo acuso. Gance, que realizaría una segunda versión de su película en los años treinta, justo antes de la Segunda Guerra Mundial, rodó escenas escalofriantes, donde los soldados muertos se levantaban de los lugares donde habían caído y caminaban hacia las ciudades para advertir a los vivos sobre la estupidez de la guerra. Las alucinadas imágenes de Yo acuso, que pueden encontrarse fácilmente en You Tube y parecen salidas de un mal sueño, no han perdido su fuerza ni su carga poética a los cien años del rodaje.
 
En una cafetería de la Gran Vía. Foto: BENITO ORDÓÑEZ
 
            A nadie le extrañe, por tanto, que el barro y las alambradas, la humedad y las ratas, las zanjas abiertas en la campiña francesa en vísperas de la última ofensiva alemana en la primavera de 1918, sean el escenario donde fermente esta novela de fantasmas. Porque la Primera Guerra Mundial asomó al hombre al infierno. Imagínense el terror que sintieron los primeros soldados británicos y franceses que vieron avanzar hacia ellos, al comienzo del conflicto, una nube de gases tóxicos. Imagínense el pánico de los soldados alemanes que tiempo después se enfrentaron a los primeros tanques, diabólicos artefactos de metal inmunes a las balas. Imagínense los lanzallamas, los primeros bombardeos. “No hay lugar donde esconderse”, dice uno de los personajes de La Sombra Blanca; el viaje de ida y vuelta de la guerra de un recluta escocés que esconde un misterio aún más inquietante que esa mujer, ligera como la niebla, que aparece y se desvanece a lo largo de la novela. Que anuncia la muerte, o quizá sea un símbolo de esperanza. Y ninguna bala puede hacerla caer.

Qué leerPáginas 34 a 37.
Número 218. Marzo de 2016