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Diario de León, Jueves 18 de septiembre de 2014
Se llamaba Elegido y su destino era morir alanceado. Elegido, y hasta su nombre parece un guiño macabro, era un toro corniveleto, de seiscientos kilos de peso y herrado con el número ochenta y nueve en la ganadería de Antonio Bañuelos.
Un toro peligroso y de buenas defensas, escriben los entendidos, que corneó a cuatro personas, una de ellas herida por asta, antes de morir acosado por los lanceros a pie y a caballo que desde hace quinientos años se reúnen a finales del verano en Tordesillas para prolongar una tradición medieval. La fiesta del Toro de la Vega, declarada de Interés Turístico, es un rito ancestral, dicen su defensores. Un sentimiento.
Y sólo hace falta ver las fotografías de los aficionados haciendo burla de los activistas antitaurinos desalojados a pulso por la Guardia Civil para darse cuenta de la clase de sentimientos que despierta el Toro de la Vega. En esas risas, en esos comentarios despectivos, emergen nuestros instintos más bajos. La excitación de la sangre. El elogio del dolor y de la muerte. Y que la celebración tenga un origen medieval no la hace menos bárbara y brutal. Al contrario. Es la herencia del depredador. La llamada de lo salvaje.
Lo demuestra el discurso del pregonero André Viard —presidente del Observatorio Nacional de las Culturas Taurinas de Francia y sustituto del cómico Leo Harlem, desbordado por la avalancha de críticas contra el sufrimiento del toro— que llamó fanáticos a los defensores de los animales y recordó que las primeras leyes de protección las promulgaron los nazis, como si eso sirviera de aval a la tortura. «Tordesillas ha mostrado mucha humanidad. Podría haber soltado el toro a las once», pregonó Viard, desafiante, porque a esa hora, trescientos activistas bloqueaban la salida del corral para obligar a las autoridades a suspender la fiesta.
Sólo la retrasaron veinticinco minutos. Después llegaron las pedradas. Los gritos. Las cornadas. Tres lanzadas para abatir a Elegido. Y un lancero de 28 años, levantado a hombros, jaleado, aplaudido, y reclamado por un grupo de mujeres que querían besar al mejor cazador de la tribu.
Un toro peligroso y de buenas defensas, escriben los entendidos, que corneó a cuatro personas, una de ellas herida por asta, antes de morir acosado por los lanceros a pie y a caballo que desde hace quinientos años se reúnen a finales del verano en Tordesillas para prolongar una tradición medieval. La fiesta del Toro de la Vega, declarada de Interés Turístico, es un rito ancestral, dicen su defensores. Un sentimiento.
Y sólo hace falta ver las fotografías de los aficionados haciendo burla de los activistas antitaurinos desalojados a pulso por la Guardia Civil para darse cuenta de la clase de sentimientos que despierta el Toro de la Vega. En esas risas, en esos comentarios despectivos, emergen nuestros instintos más bajos. La excitación de la sangre. El elogio del dolor y de la muerte. Y que la celebración tenga un origen medieval no la hace menos bárbara y brutal. Al contrario. Es la herencia del depredador. La llamada de lo salvaje.
Lo demuestra el discurso del pregonero André Viard —presidente del Observatorio Nacional de las Culturas Taurinas de Francia y sustituto del cómico Leo Harlem, desbordado por la avalancha de críticas contra el sufrimiento del toro— que llamó fanáticos a los defensores de los animales y recordó que las primeras leyes de protección las promulgaron los nazis, como si eso sirviera de aval a la tortura. «Tordesillas ha mostrado mucha humanidad. Podría haber soltado el toro a las once», pregonó Viard, desafiante, porque a esa hora, trescientos activistas bloqueaban la salida del corral para obligar a las autoridades a suspender la fiesta.
Sólo la retrasaron veinticinco minutos. Después llegaron las pedradas. Los gritos. Las cornadas. Tres lanzadas para abatir a Elegido. Y un lancero de 28 años, levantado a hombros, jaleado, aplaudido, y reclamado por un grupo de mujeres que querían besar al mejor cazador de la tribu.
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